Desde tiempos inmemoriales, el ahumado no solo ha servido para conservar pescados, carnes y embutidos, sino que ha contribuido a realzar el sabor de esos alimentos gracias al aroma único del humo de maderas como el roble o el olmo.
Ya en épocas remotas, la abundancia de los productos de temporada que desbordaba el apetito de cazadores y pescadores obligó a aguzar el ingenio y permitió descubrir diversos sistemas de conservación de los alimentos.
En tierras de Alaska, a cuyas costas llegaban los salmones en verano para remontar los ríos hasta el lugar de desove, sus habitantes -los inuits, que habitaban la costa ártica desde la bahía de Bristol hasta la punta de la Demarcación, o el pueblo tlingit, que se estableció en el sureste- basaban su sustento en la pesca.
Los tlingit -como otras tribus nativas del norte de América, entre las que existía la creencia de que los salmones eran espíritus de las aguas -consideraban al salmón un pueblo sagrado que vivía en el océano y viajaba en canoas invisibles, y le mostraban su respeto con cánticos, oraciones y ceremonias. Tras pescar y comer un salmón por ejemplo, los tlingit arrojaban las espinas al mar para que así se convirtieran en nuevos salmones.
Durante la temporada de pesca del salmón, limitada a los meses de verano, los clanes de la tribu de los tlingit establecían sus campamentos junto a los lugares de pesca. Cada clan tenía su río y el jefe del clan era el propietario del ahumadero. Mientras los hombres capturaban los salmones con trampas o arpones en los ríos, las mujeres preparaban el pescado para su conservación.